Hoy, 4 de agosto, es la primera vez que me he puesto a ver el DVD de Memorias de una Geisha. Hasta ahora, lo único que había hecho era ver los extras de los discos, pero no me había puesto a ver otra vez la película y la verdad es que no sé por qué. El libro me encantó y la película está muy bien llevada al cine. Más que una adaptación, parece como si el libro fuera el libreto y hubieran aprovechado lo mejor de él para llevarlo a la pantalla como se merece.
La primera vez que la vi fue en el cine. Desde que saqué el libro del plástico en el que venía envuelto, escuchando a mi padre decirme “No deberías leerlo todavía. Eres muy joven como para que ese libro te diga algo.”, pero concediéndome su permiso con una condescendiente sonrisa. Lo abrí y me sentí fascinada una vez más por aquello que desconocía de Japón, ese país que ya me tenía enamorada, aunque fuera por razones muy diferentes.
Página por página, se descubre la transformación de un humilde y vulgar pato, despreciado por pequeño y común a ojos de quienes le rodean, en el más hermoso de los cisnes. Pero esta transformación no se da de la noche a la mañana ni de forma automática. En el camino, duele el cuerpo por los castigos y deberes a los que hacer frente, la cabeza por aprender lo necesario a tiempo y utilizarlo con brillantez desde el primer momento; y duele el corazón por todo aquello que se deja atrás, lo que debe ser apartado y lo que debe ser soportado para ser el cisne más hermoso y brillante de un gran lago, en medio de un jardín de ensueño, en el que la crueldad viene envuelta en palabras de seda y lo sueños son más escurridizos que el viento. Una lucha entre personas por conseguir aquello a lo que aspiran, sin importar a algunas personas a quien se lleven por delante en su camino.
Salí satisfecha del cine aquel día, con algunas lágrimas todavía en los ojos por el feliz desenlace. No tan concreto como el del libro, pero es el perfecto equivalente cinematográfico. Un espectador no espera lo mismo de una película que lo que puede esperar un lector de un libro. Aunque hubo alguien que dijo que era un final típico, rompiendo el encanto del momento que yo estaba viviendo, al poco tiempo se me olvidaron sus palabras y rara vez recuerdo aquel momento.
Hoy al volver a verla, lo he hecho con la misma ilusión, la misma expectación y emoción. Incluso se me han escapado algunas lágrimas en los mismos momentos que la primera vez, pero el sabor que me ha dejado tiene matices distintos. A día de hoy, puedo entender mejor la sensación de desear algo de todo corazón y no poder tenerlo, aunque finalmente llegue. El camino a nuestros sueños a veces es más largo, intrincado y difícil de lo que pueda parecer y no todos los corazones están dispuestos a soportarlos. Yo misma estoy sumida en esa espera con más frecuencia de la que desearía, pero si la soporto es porque tengo la certeza de lo que me espera al final de estas esperas merece la pena y el ver esta película me lo ha recordado y me ha ayudado a reafirmarme en esta creencia, casi filosofía. La realidad supera a la ficción porque es lo que vivimos día a día, pero también podríamos decir que la necesitamos para darnos cuenta de ello, y que los cuentos de hadas y las grandes historias no son otra cosa más que historias cotidianas que en su momento envolvieron a mucha gente y fueron conocidas por otras tantas más.