martes, 8 de diciembre de 2009

Un relato de mi amigo Jenophon

Como estoy de parón dese hace un tiempecillo (soy una mujer ocupada, qué se le va a hacer xD), voy a aprovechar que me ha mandado este precioso relato, que me ha dado permiso para compartir con vosotros/as. La temática va bastante de la mano con la del resto de los relatos que suelo escribir y no es manganime, pero creo que os gustará. Además, lo ha escrito un hombre, cosa que suele verse más bien poco.

Se abre el telón...

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I


Si cerraba los ojos casi podía sentirse flotar en un mundo aparte: frío y oscuro, pero en el que no existía la decadencia ni el dolor: sólo el agua rodeándole.


Abrió los ojos y vio el frío sol de invierno recordándole la urgencia de su misión. Se levantó, con el agua llegándole por la cintura, y se ajustó la correa en el pelo y en la barba. Al mirar su reflejo pudo comprobar que la sangre había desaparecido por completo y una pequeña parte, a la que procuraba acallar, lamentaba que así fuera. Un trozo de su alma, que dejó sumergido en el agua mientras volvía a donde había dejado la ropa secándose, deseba que apareciera alguna marca, alguna mancha imposible de retirar. Una parte de su alma quería que el mundo no fuera igual tras haber matado tres personas.


Cuando se ajustó el cinto y la capa de lana volvió al solitario camino. Al pasar al lado de los cadáveres a la vera vio uno al que el casco tapaba la cara por completo; casi sin darse cuenta, movido por una mezcla de pena y compasión, le retiró el casco y dejó que su cadáver le mirase con ojos vacíos.


- Este es tu castigo contra mi, hurrita. Maldíceme si lo deseas ahora que ves a tu asesino. - En el perdido valle de la montaña sólo el viento le respondió.


Le dejó atrás, a él y a los otros, que quedaron los ojos abiertos, mirando a Arinna. A las horas llegó a la brecha entre picos que anunciaba la brecha de Kizzuwatna y se detuvo para contemplar la bajada del valle. El camino serpenteaba entre la corta hierba y la poca nieve que quedaba, para perderse en la espesura, metros debajo suya: casi no se habría adivinado la senda a seguir sin conocer el lugar. Subiluliuma respiró hondo el frío aire y comenzó la bajada: un príncipe de Hatti se adentraba en tierra de Mittani.


II


Cuando distinguió al hombre temió que le estuvieran emboscando, pues los hurritas jamás caminarían solos guardando el paso. ¿Estarían acaso advertidos de su misión? Agachado entre los arbustos, ocultó el escudo y se deshizo de la capa y equipaje bajo el mismo. Con la cota de lana podrían atravesarle con lanzas, pero con el metal bruñido deslumbrando habría sido un suicido acercarse. De todas formas los Hurritas eran valientes a caballo, en tan abrupto lugar bastaría con matar uno para poner al resto en huida.


Mientras encontraba un lugar donde observar y preparaba la pequeña lanceta notó que la sangre se le agolpaba en las sienes. Aún poniendo en huida al resto ¿que conseguía? Habría de agilizar su misión, y desde luego olvidarse de volver por el paso del Eúfrates. Nervioso como estaba, apenas pudo distinguir la sombra, grande como un oso, que se alzó a su espalda. Tan sólo un leve crujido le hizo reaccionar y apartarse para evitar que el hacha de aquel guerrero le partiese en dos el cráneo, más hizo trizas la lanceta y arrojó al príncipe a los matorrales.


Con Subiluliuma tendido, no le fue difícil al desconocido acertarle en la espalda antes que se incorporase. El dolor le cubrió de pies a cabeza y sólo con un gran esfuerzo pudo girarse para encarar al gigante con una pequeña espada recién desenvainada. Subiluliuma se lanzó, para si no al menos acuchillarle, al menos enfrentarse a él de pie, más el hombre pudo apartarse pegando su cuerpo a un árbol. El hacha de madera volvió a recorrer el aire camino de la cabeza del príncipe, pero este ya esperaba el movimiento, se agachó y le ganó terreno a su corpulento enemigo echándose sobre él, que no pudo retirarse mas allá del árbol.


Bastó un tajo certero para abrir una herida en el brazo que portaba el hacha. Éste, quizás por el dolor o la sorpresa, soltó la pesada arma. El desconocido, que luchaba con furia, pareció ignorar lo mortal de su situación y se abalanzó. Esta vez fue Subiluliuma quien lo esquivó, propinándole un fuerte golpe en la cabeza que lo dejo tumbado e inconsciente.


Aún jadeando de miedo, y con un horrible dolor en la espalda, el príncipe observó al guerrero. Iba solo, desde luego - pues el resto de los Hurritas que le podrían haber acompañado no habrían dudado en coserle a flechas o atacarle en grupo en cuanto hubieran tenido la ocasión - y se había preparado igual que el para tan extraña batalla: desnudo excepto una cota de cuero y una cincha con una daga que no había llegado a sacar. Le extrañó, pues los Hurritas tenían ojos de jinete, apenas podrían haberle visto en la espesura y habría sido el quien les hubiese sorprendido, como en el paso de Kizzuwatna.


Dio la vuelta al cuerpo tendido con el pie y escudriñó sus rasgos: pelo y barba morenos y poblados, bien cortada pero luciendo ya canas. Corpulento y peludo, no parecía uno de esos Hurritas que tapaban con tinte sus canas y pintaban sus ojos fingiendo ser reyes de los tronos gemelos. Tras un rato pensando se cercioró que el desconocido no se movería y marchó por una cuerda.


III


El hombre se despertó horas mas tarde, y forcejeó contra los nudos del hitita antes incluso de darse cuenta donde estaba. Subiluliuma había descubierto su caballo, oculto en las estribaciones, y le había llevado en parihuelas hasta que el anochecer les sorprendió en la tierra de Hurri. Ahora, a la luz de una pequeña lumbre, descansaba entre el mar de colinas.


- Me has servido bien, buen hombre. - Dijo el príncipe cuando se percato de la fría e suspiciosa mirada del desconocido. Se quedó mirándole en silencio un rato largo tras la hoguera. El brillo en los ojos del hombre le inquietaba por dentro: por fin desde hacia días miraba a la cara de un guerrero vivo, y no alguien al que había matado en celada.


- No eres Hurrita, hombre. Tu caballo no esta adornado, tus armas no son lujosas y tu aspecto - le señaló con una mano mientras con la otra sostenía una lanceta - no es el de un Señor de los caballos. ¿Quien eres? ¿Quien te envía?


- Mátame ya maldito crío. Deja de jugar conmigo. - algo se movió dentro del príncipe, como si en la desidia del hombre por su vida se encerrara la maldición de todos los hurritas muertos por sus manos.

Se acercó al hombre, dejando la lanceta clavada en el suelo. - No deseo matarte - le replicó - deseo saber lo que te he preguntado. Sólo. Nada más.


- ¿Y me dejaras ir tras eso imbécil? - dijo cínico. Subiluliuma señaló el arco que descansaba junto al caballo.

- Puedo acertar a una liebre desde muy lejos. Si pienso que no eres peligroso dejaré la lanceta ahí clavada - señaló al otro lado de la hoguera - y a ti atado de pies y manos. Cuando me pierda en el horizonte podrás cortar las cuerdas y serás libre, pero si intentas algo antes te dispararé. Y atado eres mejor blanco que una liebre.


El hombre quedó pensativo un rato y al final habló.


IV


- Mi nombre es Hikkul, de Aleppo. Me gané la vida como soldado y estuve presente cuando expulsamos a los hombres de Azzi. Nuestros escudos defendieron muchas veces los caminos a tu pueblo, hombre de Hatti. Pero hace ya dos años llegaron los Mitannos, que tu llamas hurritas, y con sus bestias prendieron fuego a Charchemis y a mi Aleppo. Matando mujer e hijos.


El silencio volvió a hacerse con la pequeña isla en el mar de oscuras colinas, con los hombres sólo iluminados por la crepitante hoguera. El príncipe notó cada gota de dolor que derramaba la historia del soldado y la admiración por el guerrero se convirtió en simpatía.


- ¿Te gusta esta historia hitita? ¿Crees que entonces me dejaras vivir?


- No me gusta que me trates como una bestia Hurrita. No me complace la sangre. - Subiluliuma le devolvió una fría mirada dolido - recuerda que te he llevado conmigo en lugar de matarte


- Que generoso...


- Pero que haces por aquí Hikkul, - cortó Subiluliuma - Aleppo queda a muchas jornadas al oeste.


El hombre quedó mudo un tiempo, escrutando la cara del joven. Al final resopló con fuerza y, con desgana, habló de nuevo.


- Hasta Aleppo han llegado rumores. Cuentan que la bruja que aconseja a los Mitannos ha parido un monstruo que les ayudará a sojuzgar a todo levante, y a tu reino en las montañas. Dicen que ocultan al ser, mitad sierpe mitad humano, en las casas de Ammezadu, unas ruinas antiguas perdidas en la tierra de Hurri. - El corazón de Subiluliuma dio un vuelco al oír hablar del monstruo. ¿Acaso podría dar con él al final? ¿Ganaría entonces el perdón de su padre Tudhaliya?


- Contad más del monstruo


- No se más. Pero sé que los hombres se atemorizan ante la idea de un diablo vivo, y se levantaran contra Mitanni si ven un monstruo muerto. Deseo llevarles la cabeza y guiarles para liberar las tierras.


El príncipe se levantó, intentando ocultar la emoción. Creía saber donde se encontraban las casas de Ammezadu y podría llegar en breves. Aquel hombre le había dado la clave para salvarle. Algo dentro suyo quiso desatarle en el momento, abrazarlo con alegría y sentir su piel. Casi al instante se sintió extraño y turbado. Dio un paso atrás.


- ¿Al final preferiréis matarme hitita?


- No - masculló Subiluliuma, saliendo aturdido de sus pensamientos. Clavó la lanceta en el lugar adecuado y, mirándole por última vez le dijo: sois libre Hikkul, volved a Aleppo sabiendo que la bestia morirá.


Sin embargo, rompiendo su palabra, no paró a mirar atrás ni una sola vez, dejándole en paz para cortar sus ataduras. Quiso alejarse cuanto antes de su lado.


V


La mañana le sorprendió cabalgando. Estimó mal la distancia y en mas de una ocasión se dio cuenta que había errado en el rumbo. Los montes del toro apenas eran una pobre indicación para guiarse a través de las infinitas lomas que se abrían ante él. Cansado y obsesionado como estaba no vio venir la flecha que le derribó.

Subiluliuma sólo sintió el caballo trastabillar. Cuando este cayó muerto al suelo el príncipe salió despedido, golpeándose contra las piedras y rodando colina abajo. Maldijo cuando recupero el sentido y sintió a los caballos trotar tras la loma, sólo contaba con una de las lanzas y la espada para hacer frente a más de tres hurritas.


- Al menos daré batalla - quiso pensar, pero pronto la rabia afloró: rabia de estar tan cerca y quedarse en ciernes por estúpido y descuidado.


El primer Hurrita que cabalgó loma arriba vio el brillo del casco entre la maleza. Avisando a sus compañeros, que cabalgaron rodeando la loma hacia allá, puso una flecha en su arco, más de entre los arbustos cercanos salió Subiluliuma, clavándole la lanza por la mandíbula y atravesando su cabeza. El cuerpo cayó al suelo y, antes que los otros hurritas pudieran haberse dado cuenta, ya había desclavado la punta.


Los tres jinetes, al advertir el engaño, cargaron contra el hitita, que lanzó la lanceta al más cercano. El hombre interpuso e escudo, pero la lancera no era para el: su caballo se desplomó muerto casi al momento y el hurrita salió despedido hasta cerca del príncipe. Aturdido como estaba, no pudo hacer nada cuando el príncipe le cortó el cuello.


Más los compañeros llegaron pronto a la altura de Subiluliuma y le asestaron golpes con sus lanzas hasta hacerlo caer. Ya en el suelo, un hurrita furioso descendió de su caballo espada en mano, dispuesto a darle la misma muerte que le había propiciado a su compañero. El hitita, ciego de dolor por las lanzadas, intentó alcanzar una piedra con la que agredir a su verdugo, pero este lo vio y le piso el brazo con saña. - Espero morir con los ojos abiertos - pensó mientras veía la muerte en la hoja del hurrita.


La sangre y el seso salpicaron la cara de Subiluliuma. Se sorprendió del dolor de las heridas y el poco dolor de la muerte, hasta que se dio cuenta que la sangre era del soldado hurrita. Mientras el mundo se volvía oscuro a su alrededor, un cuerpo grande y peludo como el de un oso le sacaba desde la tumba en la que se había convertido aquella loma.


- Hikkul - acertó a murmurar, aunque sonó gorgojeo con la sangre de su garganta.


- Calla, estúpido hitita.


El cuerpo de Hikkul estaba caliente. En aquel momento era lo mas contrario a la muerte y el agua de la montaña que podía imaginar.


VI


Despertó por la noche, sin saber cuanto tiempo había pasado. Miró la luna y respiró tranquilo cuando vio que aún estaba menguante: Le dolía al respirar.


- Te recuperas pronto hitita - dijo una voz grave.


- Hikkul - Subiluliuma recordó las lomas y los hurritas. Se incorporó para ver a Hikkul sentado a su lado. - Me seguiste.

- Sabias hacia donde ibas, más de lo que yo hacía antes de encontrarte. - sonrió mostrando una blanca hilera de dientes que contrastaban con su oscura barba.


El príncipe rió por la ironía de haber servido de guía. Le dolía, pero le daba igual: estaba vivo. Se ajustó la manta de piel con la que Hikull le había cubierto: estaba desnudo y le había rodeado con gruesas vendas los lugares de las heridas. Se veía débil, se sentía fuerte, se alegraba que Hikkul le hubiera salvado la vida, por encima de muchas cosas.


- No me has atado - le dijo Subiluliuma


- Ni tú me has dicho tu nombre, hitita.


- Me llamo Subiluliuma. - Hikkul rió


- Nombres retorcidos, gente retorcida. Los hititas sois extraños.


Hikkul se incorporó para avivar el fuego con unas ramas secas, Subiluliuma no pudo dejar de mirarle como hipnotizado. Le costaba respirar y esta vez no era el dolor de su espalda, sino una presión extraña en el pecho: como la primera vez que tuvo una batalla real.


- ¿Tu idea de sanar a alguien de una herida es atarlo como un perro? - Preguntó Hikkul mientras se dejaba caer cerca, a su lado, muy cerca, casi tanto que sentía el aliento saliendo de su boca.


Alguien desbocó el fuego y la sangre subió a sus sienes. Subiluliuma se adelantó y besó la boca de un sorprendido Hikkul. Le abrazó la nuca con ambas manos y se postró desnudo sobre él. No podía dejar de tocar su piel, no podía dejar de abrazarlo. Apenas se dio cuenta de como Hikkul se quitó la ropa para dejar al descubierto su pecho, por el que ya se entreveían las canas entre el abundante pelo.


- Es cálido - pensó Subiluliuma. Y se sorprendió. Era el único pensamiento que cruzaba su mente, el resto era un resorte que mandaba en su cuerpo, como un movimiento mil veces aprendido.


Beso su cuerpo, sus brazos, sus ingles y su pene. Lamió el sudor de su cuerpo, sabía salado y acre, pero extrañamente cercano. Hikkul besaba su espalda, sus heridas y su cuello, le acariciaba las piernas y el pene. Subiluliuma, como arrebatado de una sapiencia divina, se vio enternecido por el desconocimiento con el que Hikkul se entregaba a este juego, a la luz de la hoguera y con la menguante por testigo.


Se besaron y lamieron, se abrazaron y frotaron sus cuerpos. Finalmente - no importo el orden - ambos estallaron el uno sobre el otro y cayeron desfallecidos; la manta de piel había quedado lejos y los amantes ahora solo estaba cubiertos por la manta de estrellas.


VII


Subiluliuma despertó a la alborada, y observó largo tiempo a Hikkul, con su cuerpo bañando por la mortecina luz del amanecer en la tierra de Hurry. Pensó en lo ocurrido la noche anterior, cómo le había salvado la vida y todo lo que había hecho por él sin conocerle. Se sorprendió sintiéndole más cercano que algunos compañeros de armas en las salas de Hatti. Y una idea, abriéndose paso como un maremoto en las tierras bajas, vino inexorable a su mente.


Quiso apartarla, se sintió un miserable nada mas por tenerla, pero al final se vio obligado a reconocer que tenía razón. Buscó en el caballo que Hikkul le había robado a los Hurritas muertos y encontró una cuerda. Debía ser rápido.


Al anochecer el hitita llegó a las casas de Ammezadu. Desde hacía horas había podido escuchar los gritos de la bestia y se había preparado para ello. Hikkul - procuraba no pensar en el, pues le corroía las entrañas - había tenido el detalle de recoger su armadura, así que por primera vez desde que había salido de Hattusas vestía como un soldado hitita.


Estola ceñida a la cintura de lino curado, cota de hierro cubriéndole el pecho y casco alto. El escudo redondo en ristre, sobresaliendo la lanza: así penetró en la guarida de la bestia. El ser, alumbrado por una bruja y los demonios del desierto, tenía la piel endurecida como un lagarto, el rostro de dragón y un cuerpo largo y nudoso como el de un árbol. Los cadáveres de hurritas, que debían haber servido primero de protección y luego de alimento para aquel engendro, estaban desperdigados por todo el anciano templo de agujas de piedra.

El ser adivinó, más que vio, a Subiluliuma, y se lanzo contra el con un chillido espeluznante. El hitita asentó la lanza, preparado para resistir la horrible carga, y sorprendiéndose ante la rapidez de las pequeñas patas que le servían al ser para erguirse. En el brutal choque del monstruo contra el escudo de hierro el príncipe notó su lanza penetrar y romperse en la carne del monstruo, que chilló de dolor y rabia para retrasarse un poco. Debía ser la primera vez que el ser se encontraba con el hierro hitita en lugar del blando cobre hurrita.


El hitita comprendió que tendría menos tiempo del que había previsto, aprovechando el daño del ser corrió todo lo que pudo con el escudo mientras sacaba la espada del cinto. Escucho el bramar del monstruo mientras avanzaba entre las agujas de piedra, intentando salirle al paso. Subiluliuma comprendió desde que oyó hablar de ella que la bestia sería un demonio en el campo de batalla, como una jauría que solo entiende de muerte y no se detiene ante nada. Hábil contra las lanzas, no se podría hacer nada contra ella manteniendo una formación.

Cuando llegó el segundo golpe la bestia ya había aprendido, en lugar de atacar al príncipe, aferró su escudo con las afiladas garras y elevándolo por los aires. Subiluliuma, temiéndose algo así, ya lo había desatado del brazo y aprovecho para asestar una puñalada al ser en el bajo vientre. Apenas penetró, pero le hizo sangrar y enfurecerse aún más.


- Eso es monstruo, deja que el odio te ciegue contra mi - el hitita corrió aun más rápido dejando atrás espada y escudo.


La bestia, aunque herida, ya había pasado de tener hambre a estar furiosa. Apenas se repuso comenzó a avanzar a zancadas hacia Subiluliuma, que salía escalando las lomas. En más de una ocasión temió el joven que le alcanzaría, pero la histeria del animal y las dos heridas limitaban su habilidad. Cuando saló de la hondonada donde estaban las casas de Ammezadu el príncipe estaba prácticamente a campo abierto, a merced de la bestia. Subiluliuma paró junto a un tocón a recuperar aliento, y la bestia se lanzo contra el con una rapidez furiosa. Había caído en la trampa.


Subiluliuma tiró de la cuerda que había atado al tocón y, haciendo palanca con su pierna, una fila apretada de lanzas surgió cortando el salto de la bestia en el aire. Apenas intentó reponerse, el hitita dejó caer por su propio peso el armatoste, que se precipitó a un foso cavado horas antes frente a la trampa y oculto. El joven miró a la agonizante criatura y esperó a que hubiese expirado. Había hecho bien en preveer que volaría, pues el foso de por si no habría servido.


VIII


Antes que saliera el sol Subiluliuma y había decapitado al ser y esperaba sentado en una piedra. El jinete no se hizo esperar, apareciendo por poniente. Desmontó furioso, sosteniendo el hacha en una mano.


- Debería haberte dejado morir maldito bastardo - Hikkul estaba fuera de sí, soltando espumarajos por la boca. - ¿así te aprovechas de mi puto cerdo? - Subiluliuma sólo le miró en silencio y el hombre se detuvo frente al hitita, sentado ya tranquilamente y sin armadura.


- Creo que te equivocas Hikkul, sólo te devuelvo lo que tú hiciste por mí.


- ¿Que me devuelves que mal nacido? ¿El honor del pueblo de Hatti vale más que la libertad de Aleppo?

Subiluliuma tiró la cabeza cortad de la criatura a los pies de Hikkul.


- Es tuya - dijo. Hikkul la miró atónito.


- ¿Que es esto? ¿Otra treta? - Los nudillos le blanqueaban alrededor del puño del hacha. Un solo movimiento y Subiluliuma estaría muerto.


- Te conozco como ningún hombre te conoce, Hikkul


- ¡Como vuelvas a decir esto te mato sodomita! ¡Me engañaste! ¡Me ataste mientras dormía! ¡Te aprovechaste de mí!


- Eres fuerte, y deseas la libertad para tu pueblo - Subiluliuma siguió con su discurso, tranquilo, sin miedo al a furia de Hikkul - pero también deseas tu muerte, la buscas por el dolor que llevas encima.


Hikkul apretó los labios, la mano que sujetaba el arma se debilitó hasta dejar caer el hacha al suelo. Subiluliuma proseguía.


- Habrías confiado en tu fuerza heroica, en que tu dolor, tu odio y tu muerte bastarían, pero no es así. La bestia habría matado a cualquier guerrero que se hubiese enfrentado así, de forma honorable. Estuvo a punto de matarme varias veces.


Hikkul, ya apaciguado, se agachó a tocar la cabeza del demonio, más no retiraba un ojo de Subiluliuma.


- Habrías muerto Hikkul, sin gloria, sin libertad, sin motivo. He visto muchos hombres morir así, y no soportaba que a ti te pasase. La maté con trampas de cazador de las montañas, que avergonzaría usar para matar a un hombre. La maté sin lucha y sin honor, sólo con traición. Mi padre no esta errado en eso sobre mí. - El príncipe se levantó, mirando a Hikkul, esperando su gesto. - Pero por lo que a mi respecta, la historia dirá que fuiste tu quien la abatiste en justa lucha. Tú serás el héroe de todo esto - aunque eso implique condenar mi herencia al trono, pensó.


- ¿Y tu no sacas nada de todo esto? - Hikkul se levantó, quedando cara a cara con el hitita.


- Tu vivirás Hikkul, es todo lo que te pido. Que vuelvas a Aleppo con vida.


Esta vez fue Hikkul el que tomo los labios de Subiluliuma, abrazando su cuerpo. Los besos apasionados os consumieron bajo el sol del amanecer y la mañana les sorprendió con los cuerpos desnudos en el abandonado lugar. Por primera vez, desde tantas guerras y traiciones, desde tantas celadas y tanta sangre, habían encontrado algo bello, que ni siquiera tenía que ver con los que habían ido a buscar.


Esa mañana, al yacer juntos, pensaron que iban a morir, de dolor y de pasión. Pero el fuego que ardía en su interior les mantuvo con vida: consumieron su piel con besos y juntaron sus corazones para latir más fuerte: hasta dejarlos sordos. Se amaron con besos y mordiscos, con caricias y con empentones, con abrazos confusos pero un sentimiento claro.


En un mundo que estaba al revés se habían vuelto locos y por ello se habían salvado.


Y eso era lo único que cobró importancia.


IX


A los días se separaron.


Subiluliuma marchó a tierras de Hatti, de donde dijo no haber salido nunca.


Hikkul volvió a Aleppo victorioso con la cabeza del monstruo e insto a su pueblo a la rebelión.


Mucho tiempo pasaría hasta que los amantes se volvieran a encontrar, más la situación sería muy distinta.

Pero eso es otra historia que se contará en otra ocasión.


FIN


P.D.: Espero que os guste y como siempre, que quien quiera opinar, que lo haga.
P.P.D.: Gracias Jenophon ^^

2 comentarios:

Jenophonte dijo...

Muchísimas gracias por la oportunidad, Lina. Espero que lo disfrute mucha gente y perdone la torpeza en algunos pasajes. :)

LinaChan dijo...

Gracias a tí por tu confianza al pedirme que lo publicara.

No lo veo torpe, al contrario, se me hizo fácil de leer desde un primer momento. Era como si te estuviera escuchando hablar ^^